domingo, 1 de enero de 2012

Resurrección

Tenía las uñas largas. Un poco más de lo que acostumbraba. La piel fría. Fría y seca, como los labios, que parecían haberse cortado hacía tiempo. La sangre a su alrededor formaba una pequeña costra encima de ellos, de mis labios, cuyo tono morado destacaba junto a la palidez de mi rostro. Los ojos parecían haberse perdido entre las cuencas. No miraban a ninguna parte, pero seguían abiertos. El pelo estaba blanco, como cubierto de polvo o de arena, no estoy segura. Estaba tan oscuro que apenas podía apreciarse. No hablaba, porque no podía hablar. No me movía, porque no podía moverme.

Entonces me acordé de ti, y fui capaz de mover los dedos, clavándolos en la tierra, que estaba por todas partes. Algo se descolocó y fuiste tú el que se acordó de mí, y una lágrima me devolvió los ojos, que lo veían todo negro. Negro, pero veían. Conseguí abrir la boca y pasé la lengua sobre los labios. La sangre seca se desprendió, y la saliva me hizo daño mientras los volvía a hidratar un poco. Cerré el puño, y las uñas estaban más cortas. Cortas, pero arañaban y me hice sangre en la mano. La sangre estaba caliente mientras brotaba de mis manos heladas.

Volví a pensar en ti y me revolví en mi tumba, desbaratando la tierra que me cubría. Logré sacar una mano, y el sol devolvió su temperatura a mi cuerpo. Y ahí la cogiste, manchándote con mi sangre. Tiraste y salí, entera. Mi piel se oscureció y se me cayó el polvo de encima. Y te vi con mis nuevos ojos, que eran los viejos. Lo sabía. Sabía que tú también me estabas esperando. Sabía que por eso había vuelto a la vida. Otra vez.