Ocurrió en Italia. En alguna parte de La Toscana. El viaje era sencillo, un trayecto de poco más de una hora en autobús. Pero, por primera vez, luché para no dormirme porque quería seguir contemplando aquel paisaje. Tan verde, tan frondoso, tan vivo... Con árboles cuyas ramas parecían no tener fin. Con cultivos trazados con escuadra y cartabón. Con florecillas a lo largo del camino que salpicaban de un rojo intenso la hierba.
En sus campos aún se veía el trazado que había seguido el tractor. De vez en cuando, entre tanto verdor, se asomaba una pequeña cabaña rústica llena de encanto. Incluso las casas medio derruidas parecían palacios en aquel enorme jardín que bordeaba la carretera.
Vi a un hombre, solo, corriendo por allí en medio. Y entonces lo entendí. Hasta aquel momento me había parecido absurdo emprender guerras por un pedazo de tierra, pero entonces lo entendí. Es algo así como un joven cuando se enamora, que es capaz de matar a quien se interponga entre él y su amada. Cuando ves un sitio que te gusta tanto, te dan ganas de poseerlo. De ser dueño de su destino para cuidarlo como crees que nadie más lo haría, al no admirar como tú su belleza. Igual que el amante piensa que nadie podrá querer tanto al objeto de su amor como él lo hace.
Me pareció normal, entonces, que hubiese gente que matase por aquel sitio. Creo que comprendí cómo se pudo sentir mucha gente al principio de los tiempos, cuando los intereses de la humanidad aún no habían sido corrompidos por la política o el dinero. Cómo pudo empezar todo y por qué. Y en ese momento también me di cuenta de otra cosa: me había enamorado de Italia.
lunes, 4 de junio de 2012
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