Ocurrió en Italia. En alguna parte de La Toscana. El viaje era sencillo, un trayecto de poco más de una hora en autobús. Pero, por primera vez, luché para no dormirme porque quería seguir contemplando aquel paisaje. Tan verde, tan frondoso, tan vivo... Con árboles cuyas ramas parecían no tener fin. Con cultivos trazados con escuadra y cartabón. Con florecillas a lo largo del camino que salpicaban de un rojo intenso la hierba.
En sus campos aún se veía el trazado que había seguido el tractor. De vez en cuando, entre tanto verdor, se asomaba una pequeña cabaña rústica llena de encanto. Incluso las casas medio derruidas parecían palacios en aquel enorme jardín que bordeaba la carretera.
Vi a un hombre, solo, corriendo por allí en medio. Y entonces lo entendí. Hasta aquel momento me había parecido absurdo emprender guerras por un pedazo de tierra, pero entonces lo entendí. Es algo así como un joven cuando se enamora, que es capaz de matar a quien se interponga entre él y su amada. Cuando ves un sitio que te gusta tanto, te dan ganas de poseerlo. De ser dueño de su destino para cuidarlo como crees que nadie más lo haría, al no admirar como tú su belleza. Igual que el amante piensa que nadie podrá querer tanto al objeto de su amor como él lo hace.
Me pareció normal, entonces, que hubiese gente que matase por aquel sitio. Creo que comprendí cómo se pudo sentir mucha gente al principio de los tiempos, cuando los intereses de la humanidad aún no habían sido corrompidos por la política o el dinero. Cómo pudo empezar todo y por qué. Y en ese momento también me di cuenta de otra cosa: me había enamorado de Italia.
lunes, 4 de junio de 2012
miércoles, 7 de marzo de 2012
Les morts
"Je ne pouvais pas savoir qu'on ne gagne jamais contre un mort".
Philippe Grimbert, Un secret
domingo, 5 de febrero de 2012
¿Orgullo?
¿Orgullo? ¿De verdad crees que es una cuestión de orgullo? ¿Que la razón por la que he decidido apartarte de mi vida es ésa? Estás equivocada. Lo malo y lo triste es que no sé si tú lo sabes. No se trata de orgullo, de un "no te hablo porque no me hablas", o de un "como te enfadas conmigo me enfado yo más". Es que te he subido a una balanza, y lo que me aportas pesa tan poco, que, cuando la miro, uno de los platos está prácticamente vacío. Sólo te salvan el peso de los años y algo del cariño que te fui guardando a lo largo de todos ellos. Pero poco más.
Yo odio que la gente mienta y tú lo haces a cada rato. A mí, o a los demás. Pero lo que es peor es que te mientas a ti, y que lo lleves haciendo tanto tiempo. Que te engañes y prefieras vivir en un engaño, sólo porque no tienes cojones a enfrentarte a la idea de perseguir tus sueños. Porque no te mueves porque temes fracasar, pero a mí me parece que más fracasas rindiéndote a una vida mísera y cómoda, escrita con lápiz y emborronada, llena de tachones. Y que aguantes que lo que más veces esté tachado seas tú. Que seas una mancha que no sale y que se acepta con resignación y con pereza.
Creo que, de no ser por esa gran mentira en la que vives, podría ignorar más fácilmente todas las otras pequeñas cosas que me molestan de ti. Cómo lloras si te juzgan y luego juzgas tú la primera. O cómo envidias y tratas de hundir a los que consideras mejores que tú. Tal vez cómo, torpemente, tratas de caer siempre de pie y de tener la razón como un niño pequeño, mirando hacia otro lado cuando te señalan tus errores. Porque no eres capaz de reconocerlos. Prefieres ignorarlos y vivir pensando que tu vida no es una porquería por tu puta culpa y porque no haces nada, absolutamente nada, por cambiarla.
Igual ni me importaría cómo hablas de mí a mis espaldas, mientras a mí me dices que me tienes en un pedestal. Cómo te quejas de cómo te hablo, sólo porque tú no tienes las narices de hacerlo y prefieres despellejarme cuando yo no esté en vez de dar la cara y decir lo que piensas. O cómo pretendes que los demás lo dejen todo por ti, que pregunten cómo te va o que se preocupen por tus cosas, cuando tú olvidas lo que a los demás les importa porque estás demasiado despistada mirándote el ombligo. Que te creas que, si a alguien le importas, te va a ir eternamente detrás, cuando si lo intentan hacer, tú desprecias sus intentos y los relegas a cuando a ti te dé la gana de atenderlos. Pero no. Al final por lo más tonto, todo eso ha pesado más.
Es que te miro y me das pena. Sí, me das pena porque no eres ni la sombra de lo que eras, y porque, de todas las posibles formas en que podrías haber evolucionado, has elegido la peor. Me da lástima mirar atrás y ver ahora en lo que te has convertido. Y más todavía que hagas como que estás orgullosa de ello, por no desmoronarte y darte cuenta del asco que te das a ti misma. Porque piensas que ya no tienes remedio, que no hay vuelta atrás... Pero es que no te enteras de que te hemos ofrecido mil manos y a todas les has escupido. ¿Y de verdad te crees que si no te la tiendo otra vez es por orgullo? Yo ya no te doy la mano porque ya ni siquiera quiero tocarte. No quiero tener nada que ver contigo mientras sigas siendo una estúpida engreída que se dedica a una persona que sólo le hace caso porque no hay nadie más que la aguante.
Te juro que he intentado quererte, serte incondicional y no alejarme nunca del todo de ti. Pero es que me he cansado de ponerte la otra mejilla y que ni siquiera me la abofetees porque estás distraída mirando siempre al mismo lado. Al sitio donde te vas a acabar pudriendo. De donde vas a querer salir sólo cuando ya sea demasiado tarde. Al lugar donde estás enterrada, y de donde crees que ya no puedes escapar.
En serio, no es una cuestión de orgullo. Es que ya no encuentro ninguna forma de excusar todo lo que detesto de ti.
Yo odio que la gente mienta y tú lo haces a cada rato. A mí, o a los demás. Pero lo que es peor es que te mientas a ti, y que lo lleves haciendo tanto tiempo. Que te engañes y prefieras vivir en un engaño, sólo porque no tienes cojones a enfrentarte a la idea de perseguir tus sueños. Porque no te mueves porque temes fracasar, pero a mí me parece que más fracasas rindiéndote a una vida mísera y cómoda, escrita con lápiz y emborronada, llena de tachones. Y que aguantes que lo que más veces esté tachado seas tú. Que seas una mancha que no sale y que se acepta con resignación y con pereza.
Creo que, de no ser por esa gran mentira en la que vives, podría ignorar más fácilmente todas las otras pequeñas cosas que me molestan de ti. Cómo lloras si te juzgan y luego juzgas tú la primera. O cómo envidias y tratas de hundir a los que consideras mejores que tú. Tal vez cómo, torpemente, tratas de caer siempre de pie y de tener la razón como un niño pequeño, mirando hacia otro lado cuando te señalan tus errores. Porque no eres capaz de reconocerlos. Prefieres ignorarlos y vivir pensando que tu vida no es una porquería por tu puta culpa y porque no haces nada, absolutamente nada, por cambiarla.
Igual ni me importaría cómo hablas de mí a mis espaldas, mientras a mí me dices que me tienes en un pedestal. Cómo te quejas de cómo te hablo, sólo porque tú no tienes las narices de hacerlo y prefieres despellejarme cuando yo no esté en vez de dar la cara y decir lo que piensas. O cómo pretendes que los demás lo dejen todo por ti, que pregunten cómo te va o que se preocupen por tus cosas, cuando tú olvidas lo que a los demás les importa porque estás demasiado despistada mirándote el ombligo. Que te creas que, si a alguien le importas, te va a ir eternamente detrás, cuando si lo intentan hacer, tú desprecias sus intentos y los relegas a cuando a ti te dé la gana de atenderlos. Pero no. Al final por lo más tonto, todo eso ha pesado más.
Es que te miro y me das pena. Sí, me das pena porque no eres ni la sombra de lo que eras, y porque, de todas las posibles formas en que podrías haber evolucionado, has elegido la peor. Me da lástima mirar atrás y ver ahora en lo que te has convertido. Y más todavía que hagas como que estás orgullosa de ello, por no desmoronarte y darte cuenta del asco que te das a ti misma. Porque piensas que ya no tienes remedio, que no hay vuelta atrás... Pero es que no te enteras de que te hemos ofrecido mil manos y a todas les has escupido. ¿Y de verdad te crees que si no te la tiendo otra vez es por orgullo? Yo ya no te doy la mano porque ya ni siquiera quiero tocarte. No quiero tener nada que ver contigo mientras sigas siendo una estúpida engreída que se dedica a una persona que sólo le hace caso porque no hay nadie más que la aguante.
Te juro que he intentado quererte, serte incondicional y no alejarme nunca del todo de ti. Pero es que me he cansado de ponerte la otra mejilla y que ni siquiera me la abofetees porque estás distraída mirando siempre al mismo lado. Al sitio donde te vas a acabar pudriendo. De donde vas a querer salir sólo cuando ya sea demasiado tarde. Al lugar donde estás enterrada, y de donde crees que ya no puedes escapar.
En serio, no es una cuestión de orgullo. Es que ya no encuentro ninguna forma de excusar todo lo que detesto de ti.
domingo, 1 de enero de 2012
Resurrección
Tenía las uñas largas. Un poco más de lo que acostumbraba. La piel fría. Fría y seca, como los labios, que parecían haberse cortado hacía tiempo. La sangre a su alrededor formaba una pequeña costra encima de ellos, de mis labios, cuyo tono morado destacaba junto a la palidez de mi rostro. Los ojos parecían haberse perdido entre las cuencas. No miraban a ninguna parte, pero seguían abiertos. El pelo estaba blanco, como cubierto de polvo o de arena, no estoy segura. Estaba tan oscuro que apenas podía apreciarse. No hablaba, porque no podía hablar. No me movía, porque no podía moverme.
Entonces me acordé de ti, y fui capaz de mover los dedos, clavándolos en la tierra, que estaba por todas partes. Algo se descolocó y fuiste tú el que se acordó de mí, y una lágrima me devolvió los ojos, que lo veían todo negro. Negro, pero veían. Conseguí abrir la boca y pasé la lengua sobre los labios. La sangre seca se desprendió, y la saliva me hizo daño mientras los volvía a hidratar un poco. Cerré el puño, y las uñas estaban más cortas. Cortas, pero arañaban y me hice sangre en la mano. La sangre estaba caliente mientras brotaba de mis manos heladas.
Volví a pensar en ti y me revolví en mi tumba, desbaratando la tierra que me cubría. Logré sacar una mano, y el sol devolvió su temperatura a mi cuerpo. Y ahí la cogiste, manchándote con mi sangre. Tiraste y salí, entera. Mi piel se oscureció y se me cayó el polvo de encima. Y te vi con mis nuevos ojos, que eran los viejos. Lo sabía. Sabía que tú también me estabas esperando. Sabía que por eso había vuelto a la vida. Otra vez.
Entonces me acordé de ti, y fui capaz de mover los dedos, clavándolos en la tierra, que estaba por todas partes. Algo se descolocó y fuiste tú el que se acordó de mí, y una lágrima me devolvió los ojos, que lo veían todo negro. Negro, pero veían. Conseguí abrir la boca y pasé la lengua sobre los labios. La sangre seca se desprendió, y la saliva me hizo daño mientras los volvía a hidratar un poco. Cerré el puño, y las uñas estaban más cortas. Cortas, pero arañaban y me hice sangre en la mano. La sangre estaba caliente mientras brotaba de mis manos heladas.
Volví a pensar en ti y me revolví en mi tumba, desbaratando la tierra que me cubría. Logré sacar una mano, y el sol devolvió su temperatura a mi cuerpo. Y ahí la cogiste, manchándote con mi sangre. Tiraste y salí, entera. Mi piel se oscureció y se me cayó el polvo de encima. Y te vi con mis nuevos ojos, que eran los viejos. Lo sabía. Sabía que tú también me estabas esperando. Sabía que por eso había vuelto a la vida. Otra vez.
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