¿Orgullo? ¿De verdad crees que es una cuestión de orgullo? ¿Que la razón por la que he decidido apartarte de mi vida es ésa? Estás equivocada. Lo malo y lo triste es que no sé si tú lo sabes. No se trata de orgullo, de un "no te hablo porque no me hablas", o de un "como te enfadas conmigo me enfado yo más". Es que te he subido a una balanza, y lo que me aportas pesa tan poco, que, cuando la miro, uno de los platos está prácticamente vacío. Sólo te salvan el peso de los años y algo del cariño que te fui guardando a lo largo de todos ellos. Pero poco más.
Yo odio que la gente mienta y tú lo haces a cada rato. A mí, o a los demás. Pero lo que es peor es que te mientas a ti, y que lo lleves haciendo tanto tiempo. Que te engañes y prefieras vivir en un engaño, sólo porque no tienes cojones a enfrentarte a la idea de perseguir tus sueños. Porque no te mueves porque temes fracasar, pero a mí me parece que más fracasas rindiéndote a una vida mísera y cómoda, escrita con lápiz y emborronada, llena de tachones. Y que aguantes que lo que más veces esté tachado seas tú. Que seas una mancha que no sale y que se acepta con resignación y con pereza.
Creo que, de no ser por esa gran mentira en la que vives, podría ignorar más fácilmente todas las otras pequeñas cosas que me molestan de ti. Cómo lloras si te juzgan y luego juzgas tú la primera. O cómo envidias y tratas de hundir a los que consideras mejores que tú. Tal vez cómo, torpemente, tratas de caer siempre de pie y de tener la razón como un niño pequeño, mirando hacia otro lado cuando te señalan tus errores. Porque no eres capaz de reconocerlos. Prefieres ignorarlos y vivir pensando que tu vida no es una porquería por tu puta culpa y porque no haces nada, absolutamente nada, por cambiarla.
Igual ni me importaría cómo hablas de mí a mis espaldas, mientras a mí me dices que me tienes en un pedestal. Cómo te quejas de cómo te hablo, sólo porque tú no tienes las narices de hacerlo y prefieres despellejarme cuando yo no esté en vez de dar la cara y decir lo que piensas. O cómo pretendes que los demás lo dejen todo por ti, que pregunten cómo te va o que se preocupen por tus cosas, cuando tú olvidas lo que a los demás les importa porque estás demasiado despistada mirándote el ombligo. Que te creas que, si a alguien le importas, te va a ir eternamente detrás, cuando si lo intentan hacer, tú desprecias sus intentos y los relegas a cuando a ti te dé la gana de atenderlos. Pero no. Al final por lo más tonto, todo eso ha pesado más.
Es que te miro y me das pena. Sí, me das pena porque no eres ni la sombra de lo que eras, y porque, de todas las posibles formas en que podrías haber evolucionado, has elegido la peor. Me da lástima mirar atrás y ver ahora en lo que te has convertido. Y más todavía que hagas como que estás orgullosa de ello, por no desmoronarte y darte cuenta del asco que te das a ti misma. Porque piensas que ya no tienes remedio, que no hay vuelta atrás... Pero es que no te enteras de que te hemos ofrecido mil manos y a todas les has escupido. ¿Y de verdad te crees que si no te la tiendo otra vez es por orgullo? Yo ya no te doy la mano porque ya ni siquiera quiero tocarte. No quiero tener nada que ver contigo mientras sigas siendo una estúpida engreída que se dedica a una persona que sólo le hace caso porque no hay nadie más que la aguante.
Te juro que he intentado quererte, serte incondicional y no alejarme nunca del todo de ti. Pero es que me he cansado de ponerte la otra mejilla y que ni siquiera me la abofetees porque estás distraída mirando siempre al mismo lado. Al sitio donde te vas a acabar pudriendo. De donde vas a querer salir sólo cuando ya sea demasiado tarde. Al lugar donde estás enterrada, y de donde crees que ya no puedes escapar.
En serio, no es una cuestión de orgullo. Es que ya no encuentro ninguna forma de excusar todo lo que detesto de ti.