La gente tiende a pensar que los actos de los demás han de ser juzgados de la misma manera, en función de aquello que se derive de ellos. Esto es, cree que, si la consecuencia de dos comportamientos es la misma, estos son de la misma gravedad. Pero se olvidan siempre de las intenciones.
A veces dos cosas acaban con el mismo resultado pero, quienes las hicieron, tenían unas expectativas diferentes de qué conseguirían con ello. Uno puede hacer mal adrede, o puede hacerlo sin querer. Son muchas las ocasiones en las que intentando hacer algo bien sólo empeoramos más las cosas. El resultado es igualmente nefasto, pero nuestra intención no era ésa precisamente.
Y dado que las intenciones que uno lleva nacen de su propia voluntad, creo que no es justo juzgar del mismo modo a personas que, aunque hayan obtenido iguales resultados, partieron de intenciones diferentes.
Aunque bien es cierto que nunca se pueden conocer a ciencia cierta las intenciones de los demás, y si ellos nos las cuentan no tenemos por qué creérnoslas, también lo es que en numerosas ocasiones somos capaces de intuirlas, cuando no descubrirlas sin que el otro se entere, por ejemplo sorprendiéndolo comentándolas con otros.
Así, al menos en según qué momentos, bien es cierta aquella frase que dice que la intención es lo que cuenta.