Siempre pensé que tenía una buena memoria. Era capaz de recordar cosas que otros habían olvidado, aun incluso cuando no tenían demasiado que ver conmigo. Tal vez, precisamente, mi memoria sea buena sólo para lo que no me atañe directamente. O quizás sea que con el tiempo se ha ido volviendo selectiva.
Apenas recuerdo mi infancia. Algunos trazos, dibujos... pero nunca o prácticamente nunca un mapa completo. Además, nunca me gustó escribir un diario, así que son pocas las notas que tengo para acordarme de algunas partes de mi vida.
Con los años, recordar se me fue haciendo más sencillo. El avance tecnológico ha hecho que ahora podamos llevar con nosotros una cámara de fotos en todo momento. Captamos muchos más momentos y de forma más precisa. Los logs, en los ordenadores, registran cada una de nuestras palabras tal cual las escribimos. Un vistazo y ni siquiera hace falta hacer memoria: tienes las conversaciones que tuviste hace varios años delante de ti, como si de un mágico espejismo se tratara, capaz de proyectar en tu pantalla el pasado.
Esa suerte de memoria accesoria, los logs, me gustan y a la vez los odio. Son tan tangibles que parecen de verdad. Pero no lo son. Lo que cuentan ya no es ahora. Como los emails. Da igual que los releas mil veces, pues el contenido que guardan ya no es actual. Por mucho que los mires, por más que observes de nuevo todas esas letras juntas, ya no significan nada. Es como mirar un cadáver tumbado en el suelo: por fuera es la persona que era cuando estaba viva, pero por dentro ahora es, simplemente, nada.
Lo bueno que tienen es que te dan la oportunidad de ver las cosas con perspectiva. Te colocas frente a ellos años después y ves. Y te ves. Y te das cuenta de si has sido una imbécil o de si lo han sido contigo.
Y sí. Es una pena descubrirse una estúpida, por mucho que una ya lo sospechara. Pero no es mucho menos deprimente darte cuenta de que alguien a quien querías sólo te escribía para dedicarte palabras de desprecio. Que, si veía que tenías una herida, te la apuñalaba para que no dejase de sangrarte. Y si acaso estabas sana, te rajaba entera y te hurgaba en las heridas mientras te susurraba que él también te quería.
Quizás debería haber confiado un poco más en mi memoria selectiva. Ésa que sólo quería acordarse de todo lo bueno que creía que habías hecho por mí. La que apartaba tus insultos, tus arrebatos, tus malas maneras... Tu manía de tratar de reducirme, de intentar humillarme o de reírte de mí. La que a pesar de todo eso te seguía queriendo y te echaba de menos. La que se ríe de mis sentimientos y de mi razón, haciéndoles creer, aún hoy, que tú en realidad no eres así.