Cuando tenía 12 ó 13 años descubrí los problemas de lógica. Me gustaron bastante y me parecieron muy entretenidos. Además, eran sencillos, porque sólo había que usar, evidentemente, la lógica. Y eso es algo que, en teoría, sabemos hacer todos. En teoría.
Algunos años después, en el instituto, descubrí la lógica formal, la de clases... También era muy fácil y también me encantaba, aunque prácticamente el resto de la clase la detestase. Creo que resolviendo aquellas pizarras enteras de ceros y unos, sentía aquello a lo que Mihaly Csikzentmihalyi llamó flujo.
Lo que hace a la lógica sencilla es, en mi opinión, que es lo más obvio que puedes pensar. No hay que hacer interpretaciones ni tener nada más en cuenta, excepto lo que te dan. La clave la tienes ahí, en un pedazo de papel, y no tienes que buscar más pies al gato. Ésa misma es una de las razones por las que me gusta la verdad. Es mucho más sencillo decir la verdad, aunque joda, aunque duela, aunque avergüence, que mentir. Mentir requiere de mucha más elaboración si se quiere mentir bien. E imaginación. Son cosas que la mayoría de la gente no domina todo lo bien que una buena mentira requiere. Supongo que, por eso, la mayoría de la gente no miente nada bien.
También es por ese motivo que me gustan las ciencias, se me den mejor o peor. Explican cosas, tienen fórmulas. No hay cuestiones de fe y cuentan con una mayor objetividad. En realidad, creo que son más fáciles, aunque a veces se nos puedan llegar a hacer tan complicadas. Lo que pasa es que requieren de más lógica y de más memoria de las que solemos emplear a diario. De hecho, en nuestra vida cotidiana, normalmente, no utilizamos la lógica. Tiramos de heurísticos y así ahorramos tiempo. Y alguna gente se acostumbra tanto a ellos que luego ya no puede volver a la lógica de verdad.
Al final, creo que lo obvio, en general, no gusta. Y sin embargo otros lo agradecemos, porque bastantes jeroglíficos imposibles de resolver tenemos ya por ahí, a los que ojalá encontrásemos la lógica.