Hay una línea muy fina que separa qué es invertir el tiempo y qué es perderlo. A veces las cosas no suceden al ritmo que nos gustaría, o nos encontramos con situaciones que, necesariamente, requieren tiempo para poder ser atajadas correctamente. Ya sea esperado o no, el tiempo no suele ser bienvenido. Al menos no al principio. Una vez nos hacemos amigos de él, o él dueño de nosotros, empezamos a dudar sobre qué cantidad era necesario emplear en cada encrucijada.
¿Ha pasado el tiempo suficiente o hace falta más? Es muy difícil saberlo. Y no lo es menos averiguar qué debemos hacer con todo ese tiempo que nos sobra. Con todo el tiempo que hay entre nuestro presente y ese futuro que aguardamos. Ahí es precisamente donde radica la diferencia.
Hay quien espera. Quien deja pasar el tiempo en la línea de salida, dispuesto a correr tras él en cuanto escuche su señal. Esos son los que pierden el tiempo. Los que lo invierten se alejan de él mientras crece, y se dedican a enredar sus ramas sin que se dé cuenta en otros proyectos, en otras personas, en otras metas. No lo dejan escaparse delante de sus ojos sin hacer nada al respecto. Lo llevan a donde ellos quieren y lo apartan de lo que en ese momento no debe encontrarle.
Pero aun así es complicado. Cuando inviertes mucho más tiempo en algo del que tu cometido requería, ese tiempo de más empieza a ser desperdiciado, porque lo empleas en hacer otras cosas y en mirar a otros lados, olvidando que algo lo necesitaba a él, pero no al olvido.