A veces colgamos la etiqueta de imposible a cosas que en realidad no lo son, aunque puedan parecerlo mucho.
Recuerdo que, de pequeña, algo que siempre me había pasado por la cabeza era que estaría bien tener a mi hermana como compañera de clase. Pero claro, es dos años mayor que yo y buena estudiante, así que esa posibilidad estaba descartada casi antes de ser planteada. Con el tiempo, la idea, por inalcanzable, hasta había dejado de pasarme por la mente. Fue entonces cuando decidimos apuntarnos a la escuela de idiomas, y sí, ahí fuimos compañeras de clase durante tres años. Lo que parecía imposible al final sucedió.
También relacionado con las clases tenía otro imposible. En el último año de instituto había una pareja en mi clase. Se les veía cómplices y contentos, y lo cierto es que me daban mucha envidia: no sólo se tenían el uno al otro, sino que podían verse cada día en clase y hacer las tareas y todas esas cosas los dos juntos. Tenían algo más en común. Yo, dada mi impopularidad y lo improbable que veía gustar a alguien y todo eso, pensaba que alguien como yo sólo podía resignarse a soñar con algo así. Hasta diez años después. Va y me da por apuntarme a un curso en el que me encontré a una persona muy especial. Y ese otro imposible, que tras años lejos de las aulas se había escrito en mayúsculas y en negrita, se borró con la facilidad que cae un castillo de arena ante una ola del mar.
Quizás haya cosas que parecen mucho más improbables, pero a mí esas dos me gustan porque son mías, claro está, y porque me enseñaron que, a veces, aunque pasen años y años, los deseos de uno se pueden hacer realidad. Aunque no tengas la esperanza de que ocurra, aunque todo el mundo te diga que no lo intentes más, aunque parezca imposible. Para cumplir un sueño, por estúpido que sea, sólo es demasiado tarde cuando se ha dejado de soñar con él.