Ya de pequeña empecé a darme cuenta. En ese momento no me importaba demasiado, y ahora que me importa un poco más, lo tengo tan asumido que casi no me molesta.
Hay gente con la que los demás no quieren estar. O, al menos, no por mucho tiempo. Es por eso que conocen a muchas personas a lo largo de sus vidas, hacen amistad con algunas, pero al final acaban solas. Ése es mi caso.
En el colegio no caía bien que diese siempre mi opinión ni que protestase cuando lo creía conveniente. Supongo que era más fácil tratar con otro tipo de personas que seguían a otros la corriente porque no entendían bien que en realidad se querían burlar o aprovechar de ellos. También sería menos complicado juntarse con los que asentían a todo y se conformaban con lo que les llegase sin cuestionarse nunca nada.
En mi edificio pasaba prácticamente lo mismo. Verter una opinión contraria a la de la mayoría tampoco era bien recibido. Y, si además, al ver las reacciones de los otros niños en vez de achantarte seguías en tus trece y defendías tu postura aún siendo treinta contra tres, sentaba aún peor.
En la adolescencia no me fue mejor. Además de tener las cosas muy claras (para algunos adultos incluso demasiado, cosa que aún hoy no entiendo), tenía bastante carácter. No sólo protestaba cuando lo veía oportuno, sino que lo hacía, digamos, muy enérgicamente y, a veces, de la peor de las maneras.
Después mejoró un poco la cosa, aunque ayudada por otras circunstancias, pero a pesar de que fue más duradero tuvo el mismo final. Sinceridad, personalidad, carácter (mucho y muy fuerte) y, sobre todo, muy mala leche. Un cóctel que no mucha gente aguanta durante meses, pocos por años y, me temo que casi nadie, para toda la vida.
Sí, no me aguanta ni Dios, pero no me siento muy mal por ello. Mentiría si dijese que no me gusta cómo soy, y pecaría de falsa modestia si no admitiera que soy, en muchos aspectos, de la forma en que creo que debería ser mucha gente. Y no es soberbia (cuántos me habrán acusado de tenerla...) sino coherencia. Entiendo que todo el mundo piensa y vive su vida del modo en que cree que debe hacerlo. O al menos así debería ser. Habrá miles de opiniones y cientos de puntos de vista, pero dentro de cada uno de ellos cada uno da de sí lo mejor de lo que es capaz. Y yo no soy menos.
El principal inconveniente que le veo a mi destino, a acabar peleando con todo el mundo, es que por el camino me encuentro con algunas personas que merecen la pena. Por eso, por ellos, he tratado de cambiar algunos de mis muchos defectos que podrían afectarles. Sólo alguien que ha vivido siempre con muchísimo carácter sabe lo que cuesta domarlo. Yo apenas lo he conseguido, y el pequeño avance que logré me ha llevado años.
Ni que decir tiene que no sólo no soy perfecta sino que tampoco pretendo serlo, porque mi perfección, como ya dije en alguna otra parte, se compone también de algunos defectos... pero no de todos los que porto. Es por eso que trato de pulirlos. Cuesta, pero sé que muchos saben o han sabido que lo he intentado y que lo sigo haciendo. Pero sigo pensando que nadie, o al menos nadie fuera de mi familia, va a tener nunca la paciencia suficiente como para esperar a que termine de controlarlos.
No me puedo quejar. La paciencia es, en general, otra de las virtudes de las que yo misma carezco. Y, aunque crea firmemente que mi destino será el que relaté en estas líneas, siendo como soy no podré hacer otra cosa que luchar por cambiarlo. No por tener muchos amigos ni por caer bien a los demás... sino por ese puñado de gente que realmente se lo merece y que no me gustaría perder.