miércoles, 25 de agosto de 2010

Una tarde cualquiera

Las delgadas líneas de cemento que separan las baldosas se van volviendo cada vez más anchas, hasta que el suelo, naranja, funde sus límites eternamente en el gris del material.

El bullicio de los niños se ha quedado al otro lado, incapaz de alcanzarnos en esa suerte de isla que contiene sólo nuestro banco, y el olor de los árboles se ha camuflado entre el que desprende tu ropa, que huele a limpio.

Mi mirada ya no llega hasta los letreros luminosos que se emborronan cuando los miran mis ojos miopes: se pierde en tu cuello. Mi mano en tu pelo y mis labios en tu barba de varios días que ya no raspa sino que está suave.

Pero el banco no flota, aunque yo lo sienta en el aire, con tus piernas enredadas en las mías. Ni el espacio se ha expandido para ofrecernos intimidad. Es que cuando estoy contigo ya sólo existes tú, hasta que el minutero del reloj me arrastra a la realidad de nuevo y arma otra vez el universo, que sigue donde se quedó antes de que lo parases para mí.