Se sentó en un pequeño escalón, y desde él vio pasar las horas. Las horas, sin embargo, no se dieron cuenta de que ella estaba allí. Se fueron sin decir nada y cuando miró el reloj ya sólo le quedaba una, que pareció tomarse su tiempo en pasar.
Hacía ya rato que había anochecido cuando se levantó. La fina llovizna que le había hecho compañía aquella tarde de manera intermitente le había desaliñado el pelo, y se lo había convertido en una maraña de bucles indómitos que parecía tener difícil solución.
Sabía que él no llegaría. Lo sabía incluso antes de citarse con él ese día, pero aun así acudió al lugar donde habían acordado encontrarse. Volvió a esperarlo un día más, pero tampoco apareció. Era posible que ya no lo viese más. Ni su cara, ni su olor, ni el eco de su voz. Nada que le perteneciese la acompañaría.
Así pasaron días, semanas, e incluso meses. Lo cierto es que nunca supo cuánto tiempo hubo pasado, pero un día ya no sintió el deseo de irse después de clase a esperar a que no llegara. La recompensa de volverle a ver dejó de parecerle apetecible, y el libro más aburrido de su estantería conseguía emocionarla más que imaginar de nuevo ese improbable reencuentro.
No le había olvidado, pero por fin había aprendido a vivir sin él y ya no le importaba si le seguiría recordando para siempre.