Llegaba tarde. Hoy llegaba tarde. En otros tiempos no habría sido una novedad, porque la puntualidad nunca ha sido lo mío, pero últimamente me había acostumbrado a un horario decente y lo estaba respetando. Pero me había entretenido con la cosa más absurda y llegaba tarde.
En un semáforo se paró mi autobús. Como siempre, de no ser porque pasados unos minutos todos los coches de alrededor reemprendieron la marcha y mi autobús seguía parado. Tenía prisa, llegaba tarde, pero estaba tranquila. Observaba cómo los otros vehículos me pasaban por al lado, me adelantaban, y finalmente se perdían por la carretera. Y me daba lo mismo.
Al final el autobús se puso en marcha y siguió su camino. No tengo ni idea de si aquellos otros coches llegaron a tiempo, se pararon en cualquier otro punto o se perdieron dando vueltas y aún siguen sin saber dónde están. Sólo sé que al final llegué un poco más tarde a la parada donde me suele dejar el autobús. Anduve más deprisa hasta la escuela y compensé con creces el tiempo que había perdido entreteniéndome con tonterías antes de salir y el que me hizo perder el autobús, parado mientras el resto del mundo andaba. Y llegué a tiempo: llegué antes que la profesora.
Con esto quiero decir que no pasa nada si perdemos el ritmo, porque se puede volver a coger. Da igual si todos nos pasan, porque tal vez sus escollos les lleguen después. Y si no les llegan tampoco importa. La vida no es una carrera de obstáculos para todos ni una competición, nos parezca justo o no. Cada uno debe mirar su camino y tratar de recorrerlo de la mejor manera posible. Y si uno se tropieza, se vuelve a levantar. Y si se pierde, se vuelve a encontrar. Y si llega tarde corre un poco y le gana al reloj.