Imagínatelo. Un buen día se dispone a cruzar la carretera y anda medio distraída y con la mirada perdida, absorta en quién sabe qué pensamientos que la alejan de la realidad por un segundo. Pero no un segundo cualquiera. Es un segundo fatídico en el que no ve el coche que avanza en su dirección, y en el que ese coche tampoco la ve a ella. La gente alrededor sí que ve el impacto. El coche golpea con fuerza sus piernas, su cuerpo se dobla hasta pegar en el capó, más tarde en el parabrisas, y finalmente rueda hasta casi alcanzar el techo. Cuando está llegando arriba es cuando el coche consigue frenar, y entonces su cuerpo deshace el recorrido. Hace una extraña parábola y queda tendida en el suelo. Su mirada sigue perdida, pero esta vez, mientras su sangre le va formando un lecho en el asfalto, ya nadie tiene la esperanza de que esos ojos vuelvan a encontrarse con nada ni con nadie. Está muerta.
Pero tú no lo sabes. De hecho, pasarán varios días hasta que ni siquiera lo sospeches, porque no le hablas y por una idiotez. No quieres saber nada de ella. No te interesa lo que le ocurra. ¿No te interesa lo que le ocurra? Tal vez sí, pero se te notaba tan poco que su familia decide no avisarte. Al final eres tú el que, viendo el semblante de sus allegados, te acercas a preguntar cómo va, ya semanas más tarde. Entonces te dan la noticia.
Muerta es muerta. Ya no hay un "deberíamos arreglarlo". Se acabaron los "ya la llamaré". Adiós a vuestras peleas, adiós a vuestras reconciliaciones, adiós a vuestras tardes juntos, adiós a vuestros días tirados en el campo riendo por todo, adiós a vuestras charlas en la sobremesa. Y adiós a sus enfados, a su obstinación, a su carácter, a sus regañinas. Y a ella, a su cara, a su cuerpo, a su sonrisa, a su mirada, a su olor.
Imagínatelo. ¿De veras quieres que llegue ese día? Porque no das ni un sólo paso para evitarlo.