Los días pasan y, en general, se suelen parecer bastante unos a otros. Hay tantas cosas cotidianas que se repiten una y otra vez que pasados unos cuantos días, meses, y ya no digo años, uno se olvida de qué día exactamente sucedieron unas y no otras. Sin embargo, a veces, un día cualquiera puede destacar por cualquier cosa que nos hace daño, y entonces, todas esas pequeñeces que en otra ocasión habríamos olvidado, se graban a fuego en nuestra memoria.
Es por eso que, aunque ya hayan pasado más de once años, aún recuerdo esos tres días. Quiénes estábamos con ella. Lo que dijeron en las noticias aquella tarde. Cómo se rió frente al televisor. El tacto de su piel al darme el último beso de despedida. Sus manos cruzadas a la altura del pecho. Su color delatando su enfermedad. Su sonrisa tratando de ocultarla. Y luego a aquella chica de clase a la que felicité por la calle, porque era su cumpleaños. Que estaba sentada en la cama de mi hermana cuando llamaron. Lo que dijo mi madre al oír la noticia. Su nerviosismo por tener que ser ella quien se la transmitiese a él. El vacío. Despertar y notar esa sensación que te oprime el pecho cuando tienes la resaca de un mal día. El deseo de que lo sobrenatural fuese real. Su abrazo. Sus lágrimas. La tristeza.
Todo lo demás se va, y si no se va se queda aparcado y, hasta que no ves, oyes, hueles algo en concreto, o alguien te dice alguna palabra clave, no te acuerdas ni de que estaba ahí latente, esperando a ser desenterrado algún día. Pero los días negros no necesitan de ninguna clave ni de ningún sentido. No necesita uno ayuda para recordarlos, porque sencillamente nunca se olvidan, ni queriendo ni sin querer.