A veces las personas a las que más quieres son las que más te sacan de quicio. Te gustaría tanto verles triunfar en la vida que si te cuentan sus planes y ves que es probable que si los siguen se acaben estrellando te acabas enfadando con ellos. Anhelas tanto estar con ellos que, si algún problema lo hace imposible, te pones de los nervios y, nuevamente, con quienes discutes es con ellos. Deseas tanto, tanto tanto compartir casi todo lo que te ocurre con esas personas, que sientan lo que sientes y sentir tú lo que ellos, que cuando por la razón que sea te sientes incomprendida o son ellos los que te dicen que tú no eres capaz de entenderles, la rabia se apodera de tu boca y habla por ti, y les dice cosas que tal vez ni siquiera pensabas. Otra vez.
Porque tú sólo quieres que consigan todos sus sueños... Estar ahí para ver cómo los cumplen. Saber qué les pasa, y por qué, y cuándo, y que ellos sean los primeros en enterarse de todo lo que pasa en tu vida y en tu cabeza.
Pero al final, son como un niño... Somos como un niño. Uno que no entiende las riñas de sus padres cuando sólo se retrasó un par de horas. Uno que se pregunta por qué se empeñan en que debe estudiar. Uno que no sabe qué hay de malo en que salga a la calle y vea el mundo y se divierta, ni por qué están siempre encima de él.
Porque le quieren. Porque les queremos. Esa es la clave del gran pequeño enigma. El motivo de tantas peleas por una y otra parte. Y es que el amor -o el cariño, como se prefiera...- es el sentimiento más complejo de todos y a la vez el más sencillo. Tantas vueltas para acabarlo resumiendo todo en un te quiero.