La lluvia dejó de caer para lanzarse estrepitosamente contra el suelo, con toda la fuerza que fue capaz de reunir. Las sábanas de mi cama, revueltas, estaban teñidas del negro de lo oscuro de la noche y sólo recuperaban su color cuando los relámpagos interrumpían la quietud de aquel cielo convertido en mar: en un mar de lágrimas.
No tenía miedo, pero me faltaba algo. Los golpes de cada gota en mi ventana se traducían en otros tantos pensamientos irrumpiendo en mi cabeza. Al principio no lograba descifrarlos, porque llegaban deshilvanados, pero justo antes de que aquel desorden consiguiera desesperarme encontré el hilo con el que tejerlos todos juntos y la tela resultante llevaba tu nombre escrito. Entonces lo entendí: te echaba de menos.
Sólo necesitaba que el próximo destello de aquel cielo ahora encabritado iluminase tu cuerpo junto al mío. Que estuvieses allí aquella noche haciéndome compañía. Ni palabras, ni besos, ni caricias... Sólo necesitaba tu presencia. Sólo necesitaba saber que estabas conmigo.