Algo que conlleva eso de tratar con las personas es que hay que estar continuamente dándoles feedback. Uno puede pensar maravillas sobre lo que otro está diciendo, que si lo que le devuelve es una mirada perdida y distante o un bostezo que deje ver hasta sus muelas del juicio, la otra persona no lo entenderá. Esto es fácil de entender en la teoría, pero luego la práctica es, comúnmente, sólo aplicable a los demás.
Si cualquiera te ignora o no te presta la suficiente atención, enseguida piensas que no le interesas en absoluto. A veces incluso le das mil vueltas, porque es una persona con la que, hasta entonces, creías tener una buena relación, pero su actitud no te deja lugar a dudas.
Sin embargo, cuando eres tú el que tiene un mal día y no haces caso a otro, te cuesta bastante más entender que la otra persona se sienta como lo harías tú en esa situación. Piensas que debería saber que en realidad sí te interesa, porque incluso te parece que se te nota mucho, pero si con nuestra forma de actuar no decimos nada, lo más probable es que el otro no se entere de ídem.
Esto pasa también porque, por normal general, a nosotros solemos excusarnos, poniendo siempre al culpable fuera: no soy yo, es que en el trabajo me cabrearon y tenía un mal día... Y, cuando tenemos que pensar en por qué otro hizo lo que hizo, las culpas suelen recaer en algo suyo a nivel personal: no me habla porque me odia.
He ahí la importancia del feedback. No ya de que exista, sino de que exprese lo que realmente queremos que exprese. Esto puede hacerse bastante difícil en según qué situaciones y con según qué personas, pero es fantástico cuando le vas cogiendo a alguien tanta confianza que dejas de necesitar que te dé feedback para saber lo que piensa de ti.