No es agradable darte cuenta de que a los demás les importas bastante menos de lo que te importan ellos a ti. Y en realidad, aunque pudiese parecer lo contrario, tampoco lo es ver que a otro le empiezas a importar demasiado y él a ti no en la misma medida o de la misma forma.
Cuando te ves detrás de alguien que ni siquiera se gira de vez en cuando para mirarte, antes o después te acabas cansando. Por mucho que le quieras o por mucho que te importe, si no pone de su parte y te ves solo tirando de ese carro, terminas por no hacerlo más. Es como si vuestra relación estuviera desequilibrada, y ya que no sabes, no puedes o no quieres hacer nada para que la situación cambie por parte del otro, una vez asumes que no vas a importarle como él te importa a ti, decides ser tú quien termine con ese desequilibrio, tratando de que esa persona te importe menos y menos hasta que ya no te duela que no se gire a verte. Hasta que, cuando por fin lo haga, tú ya no estés ahí detrás.
Por otra parte, siempre suele ser halagador darse cuenta de que hay alguien por ahí a quien le importamos, pero si no es algo recíproco por parte nuestra se torna incomodísimo. Nuevamente uno trata de corregir esa asimetría, pero no siempre es posible hacerlo. Lamentablemente, uno nunca decide quién le importa ni por qué, ya que ese tipo de cosas raras veces se deja llevar por la razón.
Y como a todos nos pasa entendemos que al resto le ocurra también. Las relaciones asimétricas existen, y en realidad nadie tiene la culpa de que nazcan así. Ahora bien, si uno las mantiene aun cuando le hacen sufrir, o cuando hace él sufrir a otros, sí se convierte en culpable. Por eso a mí me gusta tanto tratar de buscar la simetría: a mí y a mi conciencia nos gusta más.