No se sabe lo que se tiene hasta que se pierde. A veces es mentira, uno valora lo que tiene y de todos modos tiene miedo de perderlo. Ese miedo es, precisamente, el que puede fastidiarle el valioso tiempo que aún le queda por compartir con eso que tanto valora. Pero hay veces que sí que es verdad... y de qué manera.
Es curioso cómo podemos llegar a echar de menos incluso algo que nos resultaba molesto cuando estaba presente. Esto es una prueba de que incluso a la más odiosa de las tareas -o de las personas- se la puede extrañar. No es masoquismo, sino que a veces es mejor algo que no nos gusta que nada en absoluto. La soledad es un duro compañero al que no todo el mundo es capaz de soportar. Cuesta más vivir con ella que con el propio tedio, la tan detestada rutina o con el enfado permanente.
Otras veces lo que pasa es que eso que no nos gustaba era también el estímulo discriminativo que nos señalaba la aparición de algo que sí apreciábamos, y no tener lo uno implica, necesariamente, que lo otro tampoco va a volver a aparecer.
De uno u otro modo, nunca se sabe qué llegaremos a echar en falta. Por eso es mejor recrearse y disfrutar de todo lo que venga, incluso de lo aparentemente malo... porque nunca sabemos si otra vez volverá ni cómo va a llegar a sentarnos su desaparición, si es que llega a producirse.