Supongo que todos tenemos los nuestros. Aunque no queramos ni siquiera mirarlos siempre están ahí, acechándonos... y nos persiguen hasta que consiguen alcanzarnos. Nos torturan y nos martirizan incansablemente y llega un momento en que nos rendimos a ellos. Les dejamos hacer con nosotros lo que quieran y llegan incluso a esclavizarnos. Y cuanto más tardamos en darnos cuenta de la situación (porque nos atrapan con un sigilo que nos impide hasta percatarnos de que están ahí), más difícil es salir de ella. Romper las cadenas con que nos tienen atados y liberarnos. Tanto es así, que algunos no lo consiguen nunca. Viven y mueren presos de sus fantasmas.
Desde pequeña nunca me gustó huir. Prefería la tensión de encarar una situación o a una persona desagradable, o que podía o iba con total seguridad a causarme algún tipo de conflicto, a la angustia de sentirme eternamente perseguida. A la incertidumbre que acompaña al que vive corriendo de algo o de alguien y nunca sabe cuánto más tendrá que hacerlo, ni el tiempo que le separa de su perseguidor o de que éste le alcance.
Aún hoy prefiero los enfrentamientos directos a escapar continuamente, pero no siempre es tan sencillo. Dejar de correr y plantar cara a nuestros fantasmas también conlleva el riesgo de no poder vencerlos y tener que vivir el resto de nuestras vidas con su cruz sobre nuestras cabezas, señalándonos. Señalando también la que fue nuestra derrota.
No importa. O no debe importar. Sólo se arriesga el que tiene algo que perder, y en este caso, no es demasiado distinta una derrota de una deserción interminable... Así que sólo queda librar batallas y ganarlas. Y volverlas a librar si acaso las perdemos, porque como decía el rey de Fanelia: "mientras estés vivo puedes seguir luchando".