Yo tenía 25 años. Me estaba quedando dormida con el perro apoyado sobre mi pierna. El ruido de las fiestas entraba por la ventana pero era lo suficientemente bajo como para dejarme dormir. Cuando ya casi lo había conseguido, me desveló un poco la voz que se oía en la calle. Un muchacho, de unos 17 años, llamaba a gritos a su madre.
Seguí con los ojos cerrados, hasta que la voz sonó más fuerte. Los abrí de golpe y seguía siendo de noche, pero de pronto sentí que el perro pesaba mucho más. Miré hacia mis piernas y el caniche ahora era un pastor alemán. Me senté en la cama y miré por la ventana, siguiendo el ruido de la voz del chico, que aún no había dejado de llamar a su madre.
Mis ojos se encontraron con los suyos. Cambió el gesto, de desesperación porque nadie acudía a su llamada, por una sonrisa:
-Mamá, ¿puedo ir a la feria esta noche? No llegaré más tarde de las cuatro.
Miré otra vez al pastor alemán, que con mi movimiento se había despertado también y se había bajado de la cama. Luego volví la vista de nuevo a la ventana:
-Claro, pero ten cuidado -le contesté.
Y es que los años pasan en un abrir y cerrar de ojos...