Parece como si el tiempo se hubiese parado. Miras a tu alrededor y te parece que todo está quieto, como observándote con la calma que en ese momento buscas y no encuentras. De repente hace frío, mucho frío. Es un frío glacial que no sabes de dónde viene, pero te cala tan adentro que te da la sensación de que procediese de tu propio cuerpo. Tus ojos arden, y tu cabeza, que es fuego también, te pide a gritos que salgas corriendo de dondequiera que estés y que te alejes, que te alejes tanto que nadie nunca te pueda encontrar. Quiere que te pongas a salvo, pero tú sabes que ya no tienes salvación. Que el abismo se va a abrir y tú te vas a ir con él.
Más o menos eso es lo que sientes cuando alguien te hace daño.