A veces viajar en el tiempo es tan barato como un billete de autobús. Al contemplar el paisaje a través de la ventanilla te vas dando cuenta de qué cosas recuerdas haber visto siempre en el lugar en que ahora están y de cuáles están sólo desde hace poco. Entonces, en esa visión se te empiezan a mezclar presente y pasado, cuando ves una tienda con un cartel que aún recuerda a la época en que fue colocado y tú lo viste por primera vez, allá por los 80, junto a una carretera rodeada de vallas que están construyendo ahora mismo.
En ése cóctel del tiempo incluso la atmósfera empieza a batirse. Lo observas todo y te das cuenta de que hasta el negro de la noche es capaz de transportarte a esos días en los que la veías cernirse sobre ti sentada en el asiento de atrás del coche de tus padres, yendo o viniendo de casa de la abuela.
Y cuando lo antiguo y lo nuevo se hacen uno por un momento, se hace extraño regresar. Al poner los pies en la calle te empiezas a acordar de todo lo que es ahora y de todo lo que ya no lo es. Regresas de ambos viajes, de ése por el que pagaste algo más de un euro y del que tu ciudad, esa por la que te llevas toda la vida moviendo, te ha regalado.