domingo, 14 de marzo de 2010

Una disculpa podría haberles salvado

Ayer me presenté a un examen un poco parecido a unas oposiciones, pero digamos que algo más informal. Para los organizadores, más que informal debió ser insignificante, porque desde luego que no se dedicaron ni un poco a prepararlo decentemente.

En teoría había que llegar de ocho de la mañana a nueve menos cuarto. A las nueve, se empezaría a llamar a los examinandos y comenzaríamos a entrar y a hacer nuestro examen. Un par de horas y a casa. Ja.

Nos tuvieron desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde sólo para asignarnos un número y darnos las hojas de respuesta y las normas de examen. Cinco horas, que es lo que se tarda en hacer un examen MIR, PIR, BIR, EIR, etc. entero, exámenes de una magnitud ni siquiera comparable a la de éste. Cinco horas de pie, al sol, y observando la parsimonia de los organizadores y su mala baba al contestar a cualquier duda que tuviese la gente que llevaba ahí horas esperando, como por ejemplo algo básico y muy humano (especialmente después de tantas horas) como dónde había unos servicios.

Después de eso, se tiraron otro buen rato para sentarnos, y una vez en nuestros sitios, eligieron un examen de entre tres al azar (patético azar, dicho sea de paso) y se tomaron su tiempo para fotocopiarlo. Sí, para fotocopiarlo en ese momento, cuando habían pasado varios meses desde que nos apuntásemos al examen y me da la sensación de que tuvieron tiempo de sobra para haberlo hecho antes. El tiempo exacto para hacer unas fotocopias (seríamos unas trescientas personas a lo sumo) fue de una hora de reloj. Muchos se fueron, y desde luego que no les culpo. Más de uno dijo que deberíamos habernos levantado y habernos ido todos, y creo que a todos se les pasó por la cabeza. Al final, salimos a eso de las tres de la tarde para un examen que, según nos habían dicho al convocarnos, empezaría a las nueve y no duraría más de dos horas.

Por suerte, ese tópico de que aquí en el sur nos tomamos las cosas con humor fue cierto esta vez, y a pesar de que nos quedamos pasmados por la pésima organización, por las malas formas de los organizadores y por estar ocho horas para hacer algo que debería (y podría, porque se puede) hacerse en tres, muchos nos reíamos y bromeábamos por lo absurdo de la situación, y nos enfadamos lo justo. Demasiado poco en realidad, aunque estábamos indignados.

Por eso, lo que más me llamó la atención fue que la gente, en general, comentase que lo peor era que ni siquiera hubiesen sido capaces de disculparse. Es curioso, porque el madrugón de un sábado para un montón de trabajadores para acabar empezando a la una, la pérdida de tiempo para quienes lo tienen contado, el frío primero, el calor después, las horas de pie, el quitar un día de estar con la familia a personas que necesitan tanto trabajar que apenas la ven durante la semana... Todo eso podría haberse olvidado con una pizca de humildad. Una explicación, un gesto amable. Una disculpa. Pero esa disculpa nunca llegó, así que nuestra indignación fue mayor (más la del resto, pues mi tiempo vale menos que el suyo probablemente) no tanto por lo lamentable de la organización como por la poca consideración de quienes, haciéndolo mal y sabiendo que lo estaban haciendo mal, no fueron capaces de reconocerlo en público y pedir perdón por su gran metedura de pata.