Cuando quien vive en tus recuerdos tiene poco más de cinco años y quien tienes delante pasa la veintena, según cómo les haya afectado el paso del tiempo a él y a sus facciones, puede ser que la cara del uno y la del otro apenas se parezcan. Otra gente, sin embargo, se pasa toda la vida con la misma.
De todos modos es curioso. Aunque casi no reconozcas a ese niño que se ha hecho mayor en un primer momento, lo terminas viendo cuando el hombre que ahora es se rie, o cuando arruga la frente al sorprenderse, o cuando ladea la cabeza para expresar desacuerdo.
Parece diferente, pero esos gestos te recuerdan que es el mismo. Que aunque esos días en que os veíais a diario se hayan quedado en el pasado, o aunque la vida haya moldeado su manera de ser, no es otra persona que ha usurpado el lugar de quien conocías. Sigue vivo más allá de tus recuerdos, y aunque lo hayas visto ya mayor varias veces, hasta que no te das cuenta de que sigue estando en esos pequeños detalles, sientes que hiciera muchísimo tiempo que ya no lo ves, como si se hubiera perdido para siempre. Por eso, darse cuenta de lo contrario, es una alegría. Tal vez sea lo más parecido a hacer resucitar a los muertos.