Mucha gente tiene la manía, en ésta, la última noche del año, de que todo salga perfecto. Antes de que llegue tratan de dejar cerrados todos los temas que tenían pendientes, llaman a gente con la que ya ni se hablaban para suavizar el asunto con una felicitación de Navidad, hacen limpieza, preparan una gran cena o visten sus mejores galas.
Hay a quien le parece mejor y a quien le parece peor. A mí personalmente me parece que cada uno debe hacer justa y precisamente lo que le venga en gana, si eso le hace feliz y no molesta a nadie, pero creo que esa manía de que el año termine lo mejor posible nace de esa sensación que se suele tener de que, para que algo comience con buen pie, lo que le precede ha de acabar del mismo modo.
A mí la verdad, y si lo pienso bien, es que si el año pasado me hubiesen contado todas las cosas que iban a ocurrir durante este año, de la sola posibilidad de muchas de ellas me habría reído, y unas cuantas más ni siquiera me las habría creído. Otras cosas, sin embargo, eran tan predecibles... que da hasta un poco de rabia que hayan acabado como ya se veía venir. Peleas, vueltas, reconciliaciones, relaciones entre personas que jamás pensarías ver juntas, decepciones esperadas, encuentros por sorpresa a mil kilómetros, tanto arte enamorándome, un montón de personajes que adorar, ir disfrazados por Barcelona, verle de nuevo a él, ver otra vez a mi Toni, saber otra vez de alguien, su muerte, ese susto de la otra noche... Me parecía que no, pero son un montón. Y todo eso que no me esperaba vino habiendo dejado las cosas antaño de la misma forma en que habían venido. De hecho tuve más problemas tratando de intervenir que dejándolas seguir su curso.
Por eso, entiendo esas manías pero yo no las voy a compartir. Que sea lo que tenga que ser, ahora y el año que viene, porque hay cosas que es mejor no alterar: su propia naturaleza ya está bien como está.