Cuando el miedo te atenaza sólo quieres encontrar un refugio. Un refugio en el que no sea capaz de darte alcance, que lo distraiga y que te proteja y que lo aleje de ti. Pero antes de salir corriendo en su busca tratas de localizarlo con la mirada. Los nervios, el latir de tu corazón, el ruido que hace tu respiración agitada, no te dejan pensar con claridad, y se interponen en tu camino impidiéndote ver nada, esté ahí o no esté.
Entonces, cuando no eres capaz de encontrar ni a tientas donde puedas esconderte, cuando te es imposible encontrar tu refugio, es cuando él te encuentra a ti. Y te pone a salvo, y el miedo se convierte en un rumor alejado que golpea en la ventana pero que no puede pasar.
Pero si no, si sigues ahí inmóvil durante horas escrutando lo que tienes delante sin dar con un refugio y éste tampoco te encuentra a ti, prepárate para afrontar el miedo en soledad, porque si no aparece en ese momento, es que no tienes uno, y el que tuvieras antaño, si es que lo tuvieses, no va a volver.
Y cuando empiezas a correr, sin nada a lo que agarrarte, presa del miedo y sin poder ver donde pones los pies, el mundo se derrumba y ya no quieres un refugio. Ya no te sirve de nada, y al final acabas aprendiendo a vivir sin uno.