Recuerdo que hubo un día en que las despedidas no es que se hicieran eternas, sino que lo eran. Darte la vuelta y marcharte era dejar atrás a alguien sin ninguna garantía de volverle a ver otra vez y repetir de nuevo ese gesto. A veces ni siquiera podías intentar contener las lágrimas, y encima, más de una vez, ese llanto tenía su razón de ser, e incluso era casi una suerte de premonición de que no volverías a ver a esa persona. O tal vez sí, pero ya nada sería como antes.
Pero parece que siempre queremos más. Aun si las despedidas se acaban volviendo una rutina que se repite cada día, y a pesar de que tengas la certeza casi absoluta -obviando los caprichos del destino, que nos hace no estar seguros nunca de nada- de que vuestro próximo encuentro no se hará esperar más allá de un puñado de horas, tan pequeño que ni sería capaz de reunir un día, esos últimos cinco minutos a su lado se congelan en el tiempo.
Quizás el rodaje haga que aprendas a disfrutarlos mejor y de otra manera. Tal vez la ausencia de la ansiedad que antes mencioné te permita relajarte de un modo que antes ni pensabas. No sé en realidad por qué, pero esos minutos son capaces de volverse horas.
Le arañas al reloj el tiempo que no quieres que pase y lo desgarras un poco hasta que se estira. Y lo que antes se llevaba un suspiro, ahora te lo llevas tú. Y mis manos en tu pelo, tu boca en mi cuello, tus dedos en los míos. Robándole a los minutos todos los instantes de los que tantas veces me impidieron disfrutar.