Hay días que te levantas extraña, nostálgica, pacífica, o vete a saber qué, ya sea porque te pasó algo o simplemente porque sí, y te entran ganas de repente de estar bien con todo el mundo. De perdonar a los que te han hecho algún feo o te han ofendido, de hablar con esos que un día fueron tus amigos y hoy no te dirigen la palabra ni tú a ellos...
Pero, por suerte o por desgracia, esa sensación no llega como un impulso, y no haces nada al respecto, al menos en un primer momento. Te planteas hacerlo y por ello empiezas a recordar qué pasó entre tú y esos que antes estaban cerca y ahora están tan lejos... Y empiezas a acordarte de por qué un día decidiste apartarte de su lado, y te das cuenta de que no fue por casualidad. Tenías un motivo y aún te sigue pareciendo lo suficientemente válido como para no mover un dedo. El rencor se come la extrañeza, la nostalgia... Se come la paz esa que un rato antes estabas anhelando y te deja a solas con todo lo que habías olvidado. Con las razones que tenías para distanciarte.
Me gustaría muchas veces equivocarme. Que no hubiese motivos, que todo hubiera sido culpa mía y sólo hiciese falta que yo pidiera perdón... Así la solución no estaría en mis manos, sino en las de quien tuviera que decidir si dejarlo todo estar y volver a mí u olvidarnos para siempre. Pero no suele pasarme eso. No dejo que los demás decidan, procuro hacerlo yo... Pero ni siquiera yo lo hago. Lo hace algo que se mueve dentro de mí y que me impide perdonar u olvidar ciertas cosas.
Al menos de vez en cuando -muy de vez en cuando- me reconforto con mis errores y tengo finales felices. Y dejo de sentirme extraña, nostálgica... Y el rencor ni siquiera viene a comer, y sólo me queda la paz.