A veces es curioso encontrarte en ciertas situaciones, de esas que uno piensa que no habría creído que ocurrirían si se lo hubiesen contado antes, y recordarte años atrás, cuando eras así de escéptico con respecto a tu propio futuro. Es como si pudieses verte a ti en aquel entonces, y una gran nube de ingenuidad levitando sobre tu cabeza.
Pero más gracioso aún es pensar en otro y en el presente. Cuando por la razón que sea te ves haciendo algo que es otro el que jamás imaginaría que tú hicieras y te lo imaginas donde esté, ajeno a lo que está sucediendo, sientes algo raro. Como una especie de poder.
No me refiero a un poder de los que son capaces de someter a otro ni nada por el estilo, sino al de sorprender. Es como si pudieses cambiar la expresión en el rostro del otro sólo con contarle aquello que él no se esperaba.
Menos divertido es, eso sí, cuando somos nosotros los sorprendidos. No siempre, y no tiene por qué, pero no es raro que las sorpresas que nos aguardan, de ese tipo, sean desagradables. Las decepciones más o menos se suelen fraguar así... Pero si uno piensa en cuando es él el que desconcierta y que, aunque le pueda pesar que siente mal al otro, lo hace siendo quien realmente es y haciendo lo que en verdad quería, no puede más que darse cuenta de que, con decepción o sin ella, ha tenido la oportunidad, cuando le pasa eso, de ver cómo era en realidad la otra persona.
Aunque a veces duela, es mejor saber qué cartas hay sobre la mesa antes de empezar a jugar. Y, sobretodo, es una suerte que no todas estas sorpresas nos importunen: algunas nos alegran enormemente, pues vemos hecho realidad -por otros o por nosotros- algo que deseábamos que pasara pero sobre lo que no teníamos puestas demasiadas esperanzas.