Con el paso de los años se hacen tan pesadas las decepciones que ya ni siquiera es que duelan: es que cansan. Se convierten en algo tan normal, tan rutinario, tan esperable... Que aburren.
Ya ni te molestas en protestar o llorar por su culpa. No te quedan fuerzas. Y lo peor es que suelen pagarlo quienes menos culpa tienen, porque ese pesar que sientes tras una decepción te hace desconfiar de los que en realidad debieran darte un poco de esperanza. No te fías de que tarde o temprano vayan a acabar decepcionándote, y tal vez dejas de implicarte en cosas que lo merecían por puro aburrimiento.
Y es que hay algo peor que sentirse mal, y es no sentir nada. Por eso, ante tan horrible perspectiva, uno se acaba sintiendo mal por la posibilidad de no sentir nada. Es preocupante, pero al menos ya sientes algo y encuentras un pequeño entretenimiento. Te distraes buscando una forma de dejar de sentirte así tan a menudo. Aprendes a no dar importancia a quien -o a lo que- no la tiene.