El tiempo no pasa igual de deprisa para un niño de cinco años que para un joven de veinte. Tampoco se perciben del mismo modo los tamaños o las distancias, pero eso es normal, ya que uno se guía por el propio cuerpo y éste va cambiando hasta que nos hacemos adultos. Pero para lo del tiempo no conozco ni imagino ahora mismo una razón.
En cierto modo tiene sus ventajas, ya que las cosas pesadas pasan más rápido, pero también las amenas se hacen más cortas. Un año deja de ser una eternidad, y en este mundo occidental en el que tantas cosas se mueven según los cursos escolares, es una ventaja. Las esperas requieren menos paciencia, y eso a la gente como yo le va genial. Pero aun de esa manera me gustaría seguir percibiendo el tiempo como lo hacen los niños.
Tal vez esa aceleración en cómo lo vemos ayude a valorar más nuestro tiempo, pero también frena, porque uno no entiende por qué empezar a hacer algo que le haga perder el poco tiempo de que dispone. Y así, escogiendo en qué emplear lo que nos queda, se nos escapan los segundos del reloj y, muchas veces, al final no hacemos nada. Sin embargo, los críos pueden vivir como si fuesen a tener todo el tiempo del mundo...