Los sueños no son, como el chocolate, dulces y sabrosos cuando se derriten en tu boca. Más bien te dejan un regusto amargo que no se te quita por mucha agua que bebas. Ese mal sabor, además, no se va nunca. Pero se puede transformar.
A veces de tanto degustarlo deja de saber a nada, y al final no se ha ido pero ya no nos molesta. Se queda ahí para siempre pero nos deja vivir igual.
Otras sin embargo se vuelve aún más amargo. De amargo pasa a agrio e incluso nos hace vomitar. Así, acaba uno arrojando sus sueños, una vez rotos, para poder armar unos nuevos.
Lo que tienen, eso sí, es que nunca sabes a qué te van a saber dentro de un tiempo, si es que aún siguen sabiendo a algo. Pero la primera impresión que te dejan la conoces desde el principio, y esa sí que te acompaña para el resto de tu vida, te sepa a lo que te sepa.