Es normal que nos empiece a resultar desagradable la gente que nos hace vernos en ellos peor de lo que nos gustaría.
Aunque no lo parezca, el comportamiento de los demás a veces puede condicionar la forma en que nos vemos a nosotros mismos. Al estar en continua interacción unos con otros, es inevitable que caigamos de vez en cuando en una suerte de efecto dominó. Ese efecto dominó consistiría en que, dependiendo de cómo se comporten los demás respecto a nuestras expectativas, valoraremos más o menos nuestra capacidad predicitiva. También el grado de confianza que depositamos en los demás, y cuánta de ésta repartimos con acierto. Cuando otro nos decepciona, su ficha cae arrastrando a las nuestras. A la confianza, a la seguridad de nuestro orden del mundo, al conocimiento que tenemos de éste para ser capaces de ver venir los posibles golpes, y así un sinfín de cosas más.
Por eso a nadie le gusta que le engañen. Eso le hace a uno sentirse idiota, por creerse al otro sin condición, dejándole de ese modo aprovecharse de la situación y de nuestra estúpida inocencia. Y por eso cuando nos engañan, nuestra idea del otro cae también por culpa de ese efecto dominó que provocó precisamente quien nos mintió.