Es una pena que hoy día, que se puede guardar, coleccionar o almacenar casi cualquier cosa, aún sea imposible recoger olores y esconderlos en un frasco para olerlos cuando nos venga en gana.
Ya, sé que los perfumes son un buen modo de hacerlo, pero no me refiero a eso. Puedo oler a una persona si huelo su colonia, y evocarla en cierto sentido, pero el olor de una persona es en realidad más que eso. Es una mezcla única e irrepetible de la que sólo podemos disfrutar junto a esa persona o impregnándonos de su olor después de tenerla mucho tiempo al lado.
Pero no puedo guardar el olor a café de casa de mi abuela. Ni el olor de mi perro cuando era un cachorro. Tampoco el olor a los sitios que me gustan, a libro nuevo, a esa mezcla de quitaesmalte con la tinta de las páginas de la guía del Final Fantasy VII, que a veces recupero sin saber de dónde viene. Ni el olor a comida que a veces sube por mi ventana, ni el olor a ropa limpia.
Además, son tan difíciles de evocar aun cuando los recuerdas perfectamente, que se convierten en los recuerdos más especiales, pues sólo vuelven a nosotros cuando el azar decide que volvamos a encontrárnoslos.