A veces nuestro peor juez somos nosotros mismos. Aunque nadie pretenda ser perfecto, algunas personas están continuamente pendientes de cómo hacen cualquier cosa. Es por eso que conocen sus fallos, sus cualidades, sus puntos débiles... mejor que cualquier otro que simplemente observe desde fuera. Además, esos fallos se ven más grandes cuando al que miras a través del prisma es a ti, y por alguna extraña razón, tus cualidades sufren precisamente lo contrario: se hacen más pequeñas.
Por eso todo aquello se confunde con prepotencia, pero hay algo que no saben los demás. Hay algo que se les escapa a los que acusan a los otros de soberbia. Uno no es prepotente sobre la magnitud de sus virtudes ni de sus defectos: lo es sobre cómo de bien los conoce.
De pronto llega alguien, que posiblemente se ha perdido la mayor parte de tu vida, y se cree con derecho a decirte cómo eres. ¿Cómo soy? ¿Acaso lo sabe alguien mejor que yo misma? Eso es lo que me molesta. Eso es lo que me saca de mis casillas. Yo ya sé cómo soy, y no necesito que nadie venga y me lo discuta, porque mientras otro mira desde fuera yo lo hago desde dentro y con perspectiva. Otros opinan observando desde su palco, sin darse cuenta de que, desde su posición, hay millones de ángulos que se les escapan. Pretenden darme todos esos, y en realidad ellos pueden aportarme sólo uno.