Recuerdo aquellos vaqueros cortos, esa camisa vieja de mi madre anudada dejando ver mi abdomen y unas botas hechas de no sé qué material. Mi pelo estaba bastante más corto y recogido en una trenza que empezaba más o menos donde lo hacen mis emociones.
Era de noche, pero a esa edad el peligro no era algo que se me pasara por la cabeza. Ya ahora a duras penas me doy cuenta del mundo en el que vivo y a veces hago alguna temeridad que otra... Entonces no sólo no me preocupaba eso en absoluto, sino que las calles de mi barrio en verano estaban repletas de gente. Y esta noche más.
Cada poco montaban una feria, y aunque todas eran más o menos iguales, me gustaba visitarlas todas. Me montaba en los cacharros y me daba vergüenza, porque me veía ya muy mayor para eso. Aun así me subía por una mezcla entre esa ligera indiferencia por el qué dirán que siempre me ha caracterizado y lo que me hacían disfrutar aquellos viajes tan cortos pero intensos.
La velocidad, el viento, los saltos, imposibles cuando no estás ahí arriba... Y después el olor del fuego. Las hogueras por todas las calles, tan grandes que podían verse desde bastante lejos. Los muñecos ardiendo en cada una de ellas, y los rescoldos revoloteando por todas partes.
En realidad era una noche mágica... Pero la gente a veces se vuelve demasiado civilizada y se olvida de divertirse incluso una noche o un fin de semana al año. Todo eso ardió hace tiempo en la última hoguera que vi hacerse por aquí.