martes, 19 de enero de 2010

Taquicardia

Estaba en la casa de mi abuela, pero ella no estaba. Estaba mi hermana, y después también mi hermano. Para variar, aquella no era exactamente su casa, aunque al menos sí que se parecía bastante. Salía por la terraza hasta la casa de al lado, pisando un minúsculo azulejo que había entre ambos balcones. Cuando a la vuelta me encontraba otra vez en ese punto, me llamaba alguien desde la otra casa, y yo, que oía a mi hermano -que había cambiando la batería por la guitarra- cantándole a mi hermana algo que me divertía, me giraba para volver a la casa contigua, y al verme, una señora de gafas y pelo blanco me decía que tuviese cuidado, porque justo en ese punto ella estuvo a punto de caer al vacío. Ya cuando estaba dándome la vuelta, me di cuenta de que llevaba puesta la ropa de trabajo y el pelo recogido en una coleta, como cuando voy a trabajar.

Una vez en la otra casa, estaba mi padre hablando con alguien y también ataviado con la ropa que más se pone: la que usa para trabajar. Yo me iba con la persona que me había llamado, una madre con un bebé en brazos. Me pedía que recogiese no sé qué del suelo de la cocina, algo que me daba mucho asco hacer pero que hacía porque era mi trabajo y no debía protestar. Ella se iba a enseñar a su hijo a unas cuantas personas, pero ninguno quería mirar a la cara del pequeño, de quien yo apenas veía la manta que lo envolvía. Daba la sensación de que, o bien tuviesen algo en contra de la madre, o bien hubiese algo en ese crío que no querían ver.

Al poco salía de la cocina. Aquello estaba plagado de niños que corrían de un lado a otro y peleaban. Había unas escaleras y se parecía a un instituto. De pronto me fijaba en un hombre con un uniforme de guardia civil, o algún otro de color verde, tumbado bocabajo en el suelo, sosteniendo una bandeja. A su lado había un niño tumbado boca arriba. Al parecer, el hombre había dado un traspié y a punto había estado de aplastar al pequeño. Los dos parecían en estado de shock.

Seguí andando en medio de aquel caos y aquello de pronto parecía más bien un supermercado. Atravesé las puertas de metal y decidí irme a casa, así que tomé un autobús. Apenas recuerdo el trayecto, sólo a un hombre viejo con un bastón, y a uno joven en silla de ruedas. El de la silla protestaba por la accesibilidad del vehículo. Cuando el autobús estaba llegando a su destino, me daba cuenta de que me había metido en un mal barrio, pero estaba a pocos metros del mío. Al bajar, le preguntaba a un señor por ahí apostado si aquel autobús no llegaba un poco más lejos, hasta mi casa, pero me decía que al ser domingo sólo llegaba hasta ahí. Me dije que no pasaba nada, porque desde donde estaba ya veía la luz del sol, que parecía haberse olvidado de aquel sitio y sólo iluminaba el lugar que estaba cerca de mi casa, y además era de día y había gente por allí. Sólo esperaba no tener mala suerte y que me robasen la cartera.

Para ir hacia la luz, o hacia mi casa, tenía que atravesar lo que parecía un terreno en obras. El suelo era de arena, y cuando estaba a mitad de camino, con un par de chavales a la zaga y un señor mayor un poco más atrás, veía en la arena una huella de un zapato que se hundía y parecía no tener fin. Al pasar por al lado, veía que debajo había un hombre con un mono azul y una gorra del mismo color quitando arena y tratando de desenterrar algo o a alguien. Pensé serían cosas de la obra y seguí caminando. Cuando ya estaba casi al final de esa zona de obras, a poco de llegar hacia la primera calle que se veía iluminada, veía agua en la arena y en la acera. Entonces, me daba cuenta de que mi pie se había quedado atrapado. Los chicos y el señor me habían adelantado, y yo me limitaba a sonreír por el contratiempo, pero cuando me disponía a sacar de ahí el pie para seguir con mi camino, me daba cuenta de que no podía. De hecho, ahora estaba un poco más hundida. Cuando fui consciente de que estaba en un aprieto y de que no podría salir de ahí sin ayuda, la pedí con un tímido grito. Los chavales del camino, que ya estaban algo adelantados, se daban la vuelta, y el señor también, pero lejos de echarme una mano, los primeros se reían de mí y el segundo se daba la vuelta, para después seguir los tres con su camino dejándome atrás. Estaba más hundida. Mis gritos se habían olvidado de la vergüenza y ahora eran perfectamente audibles. La mezcla de arena y agua me llegaba al pecho, y yo seguía gritando: "¡Ayuda! ¡Ayuda!". Entonces me desperté. Quise encontrar ayuda ya despierta, pero lo cierto es que nunca llegó.