Me pregunto cuántas veces la explicación más sencilla es la correcta. También la cantidad de tiempo que solemos perder en pensar la más complicada.
Es como ansiar ver una foto y empezar a hacer un rompecabezas de un millón de piezas, todas minúsculas y desordenadas, revueltas por la mesa de trabajo sin orden ni concierto. Y tratar de encajarlas con poco o nulo éxito. Luego ya de un buen rato, agotados y con una parte mínima de las piezas en su lugar, o haciendo ver que están donde deberían, dar la vuelta a la tapa de la caja y ver lo que queríamos. La foto, sin pedazos y sin caos. Delante de nosotros durante todo ese tiempo, y nosotros buscándola en un millón de partes sin sentido.
Más o menos suele ser así. Las explicaciones que buscamos suelen estar delante de nuestras narices, pero, o bien no sabemos darnos cuenta, o no queremos conformarnos con algo tan evidente. Como si por más rebuscada valiese más una explicación que otra.