Me gustan los patitos feos que se convierten en cisnes, porque acaban teniendo el poder de descubrir quiénes valen la pena y quiénes no. Saben qué clase de persona se les hubiese acercado o de hecho se les acercó cuando su plumaje era feo y oscuro y qué gente les habría despreciado, o lo hizo en su momento, pero acuden a ellos tras su metamorfosis. Aprenden a distinguir si una sonrisa es o no de verdad, por ejemplo dependiendo de en qué momento se produce.
Aunque la gente piense que está mal sufrir del modo que sea yo creo que se equivoca. A veces es la única manera de aprender ciertas lecciones que de otra forma es difícil -aunque no imposible- que se aprendan. Es la llave para darse cuenta de lo solo que uno puede llegar a estar, pero también la que abre la puerta a aquellos que valoran en los demás algo más que lo que se les puede ver por fuera.
Lástima que no todos los patitos feos sepan utilizar ese arma de doble filo. Algunos parecen olvidar, una vez cisnes, lo que un día fueron, y se unen al coro que un día los criticó a ellos para hacer lo propio con otros patitos de aspecto desaliñado. Esos no aprendieron la lección. Querían ser cisnes para estar con la mayoría, cuando eso es algo que les debería haber importado un comino viendo cómo ésta se porto con ellos, pero al final resulta que no se lo tienen en cuenta porque son iguales que ellos.
Me gustan los patitos feos que se convierten en cisnes. Pero los que lo hacen por casualidad, o casi sin querer... porque acabaron apreciando tanto sus plumas negras, o acaso les terminó importando tan poco de qué color fuesen, que no hicieron nada por cambiarlas.