Nunca me ha terminado de gustar el servicio de autobuses de mi ciudad, pero después de conocer el de la ciudad vecina, creo que voy a adorar el de la mía.
No se paran en su parada, sino donde les da la gana, y eso si les da la gana de parar. Cuando por fin lo hacen, nadie te asegura que te dejen subir, porque parece que recogen a unos pocos cada vez, vaya que aprovechen el espacio y lleven a todo el que lo necesite... Si quieres preguntar algo al conductor, suerte... porque si pegas en la puerta para que te abran y es la última parada, no te abren para contestarte, sino que te ignoran y salen corriendo. Y no esperes que se queden dos segundos a esperarte si te ven correr detrás del coche, porque al contrario que en mi ciudad, no lo harán. Encima los autobuses parecen diseñados en el neolítico y son de lo más incómodos.
En mi ciudad, sin embargo, los hay que no emprenden la marcha, si ven que subió una persona mayor, hasta que ven que se ha sentado. O te abren la puerta aunque estés un poco más allá de la parada, porque se paran en su sitio, sí... Y sobretodo te dejan hacerles preguntas y te contestan amablemente: si ésa no es la línea que debes coger, te indican cuál es la tuya y dónde cogerla. Si les saludas te responden (en la ciudad de al lado no), y muchos además con la sonrisa puesta. Y aunque a veces los asientos no sea muy agradecidos con quienes llevamos el pelo un poco largo, son infinitamente más confortables que los del otro sitio.
Bien es cierto que no se puede generalizar, ya que en mi ciudad también hay algún conductor rancio, y en la otra imagino que los habrá majos también, pero desde luego que la balanza se inclina a favor de mi ciudad, porque en ella lo raro es encontrarte algo que no te guste, y en la otra lo que aún espero es encontrar algo que sí... Así que al final será cierto que más vale malo conocido que bueno por conocer. Y que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde... aunque por suerte para mí no tardaré en recuperarlo.