lunes, 1 de febrero de 2010

Tarde, como siempre...

Llegaba tarde. Hoy llegaba tarde. En otros tiempos no habría sido una novedad, porque la puntualidad nunca ha sido lo mío, pero últimamente me había acostumbrado a un horario decente y lo estaba respetando. Pero me había entretenido con la cosa más absurda y llegaba tarde.

En un semáforo se paró mi autobús. Como siempre, de no ser porque pasados unos minutos todos los coches de alrededor reemprendieron la marcha y mi autobús seguía parado. Tenía prisa, llegaba tarde, pero estaba tranquila. Observaba cómo los otros vehículos me pasaban por al lado, me adelantaban, y finalmente se perdían por la carretera. Y me daba lo mismo.

Al final el autobús se puso en marcha y siguió su camino. No tengo ni idea de si aquellos otros coches llegaron a tiempo, se pararon en cualquier otro punto o se perdieron dando vueltas y aún siguen sin saber dónde están. Sólo sé que al final llegué un poco más tarde a la parada donde me suele dejar el autobús. Anduve más deprisa hasta la escuela y compensé con creces el tiempo que había perdido entreteniéndome con tonterías antes de salir y el que me hizo perder el autobús, parado mientras el resto del mundo andaba. Y llegué a tiempo: llegué antes que la profesora.

Con esto quiero decir que no pasa nada si perdemos el ritmo, porque se puede volver a coger. Da igual si todos nos pasan, porque tal vez sus escollos les lleguen después. Y si no les llegan tampoco importa. La vida no es una carrera de obstáculos para todos ni una competición, nos parezca justo o no. Cada uno debe mirar su camino y tratar de recorrerlo de la mejor manera posible. Y si uno se tropieza, se vuelve a levantar. Y si se pierde, se vuelve a encontrar. Y si llega tarde corre un poco y le gana al reloj.