Suelo de piedra. Olor a humedad. Grietas en las paredes, que callan los secretos que han ido descubriendo en silencio a lo largo de los años. Un débil chorro de agua procedente de la manguera, que se ahoga intentando alcanzar a las plantas que hace un momento regó y ya echa de menos. Miedo a cruzarse con una rata que también haya salido a contemplar esa obra de arte. Años que marcan en las columnas el paso del tiempo con unos cuantos arañazos.
Silencio. El mismo que cuando aquello era la casa de las esposas de Dios y de sus más fervientes fieles, sólo roto durante el invierno por las voces de los que aceleran su deterioro. Ése que, en lugar de afearlo, lo hace aun más atractivo, pues en cada golpe que recibe dibuja el recuerdo de todo lo que ha vivido. Y él también se va callando, para poder escuchar las almas de todos los que allí estuvieron, callándose también la historia que le rodea.
Ella es parte de eso. Si se marcha, ya casi no tiene sentido. O tal vez sí, pero no quiero ver cómo se convierte en una más de las pisadas que ha marcado aquel patio. Por eso, si se va, siento que también yo debo hacerlo. Así no podré acordarme de aquello sin ella.